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Círculo.

Desgaste mental. Adentro del cerebro se rozan mis ideas entre sí, desordenadas, arrojadas sin ningún cuidado. El día a día las destroza. El cansancio les agrega peso, las obliga a decantar en el fondo de mí. Pasan el tiempo, se aglomeran sentimientos e ideas, explota la mente y se destruye todo lo que todavía no pude crear. Cosa de todos los días. Cíclico. Otro párrafo más de la historia. Rutina.
Abro paréntesis. Te encuentro caminando a unas cuadras de tu casa, prendo un cigarrillo, me imitás. Llegamos a tu casa, entramos, subo las escaleras atrás tuyo. Vos subís los escalones de a dos. Yo, de a uno. Entramos a tu cuarto, vos vas al baño y, antes de volver a entrar y cerrar la puerta, sacás un clavo del picaporte para que nadie pueda abrirla desde afuera. Yo te espero sentada en la cama, ya sin zapatillas y habiendo dejado la mochila azul tirada en la alfombra. Te sentás al lado mío, me das un beso en el hombro, se rozan nuestras manos. Me recuesto, hablamos, reímos, hacemos el amor, reímos de nuevo. Y seguramente también hacemos el amor otro par de veces. Me siento feliz, probablemente por primera vez en el día. Hacemos planes estúpidos e irreales, soñamos como si fuéramos nenes que no conocen todavía el mundo en el que viven. La juventud nos arrolla con su vorágine de ideas, pesadillas, maldades, histeria y estereotipos. Nosotros sólo nos quejamos por un rato y volvemos a mirarnos a los ojos para darnos cuenta que ahí está todo lo que queremos, que no necesitamos aquello de afuera, aquel veneno, porque nos tenemos a nosotros, el uno al otro (sí, así de cursis). Nos reímos del mundo en su cara hasta que miro el reloj y recuerdo que tengo una vida, de esas patéticas y pesadas. Salimos. Primero del cuarto, después de la casa. Caminamos hasta la parada del colectivo fumando uno o dos cigarrillos. Llega el puto bondi, te doy un par de besos, me voy. Cierro paréntesis.
Vuelvo a la rutina. Otro párrafo más de la historia. Cíclico. Cosa de todos los días. Pasa el tiempo, se aglomeran sentimientos e ideas, explota la mente y se destruye todo lo que todavía no pude crear. El cansancio me agrega peso, me obliga a decantar en el fondo de mí misma.  El día a día me destroza. Adentro de mi cerebro se rozan las ideas entre sí, desordenadas, arrojadas sin ningún cuidado. Desgaste mental. 

Y no habrá más remedio.

Sabrás salir de mi pecho con fuerza prepotente. Yo te tengo guardado, adentro, oculto. Mis costillas saben ser rejas para todo lo que quiero, lo que deseo, lo que amo. Todo está junto, encerrado, amontonado y unido. Pero vos sabrás abrirte paso entre mi garganta o mi vientre, irás descorriendo todos los velos oscuros que me puse por adentro para tapar angustias, le harás ver la luz a todo lo que estuve escondiendo de mí misma y mi tórax será una caja de recuerdos y no un baúl lleno de basura. Vos, vos sabrás ser esa fuerza que necesitaba para sacar todo, para despedirme de todo lo que hay en mí, para no olvidar pero para superar. 
Sabrás ser lo que quise ser yo, lo que quiero que me complete, lo que sos. Sabrás escalarme desde mis raíces hasta mis galaxias y entenderás (sabrás entender) que no queda otra opción que hacerte cargo de mí, ser mi camino, mi apoyo, mi mitad. 
Sabrás abrirte en dos como supe hacerlo yo, dejarás tu coraza de lado como me obligaste a mí, sin querer o queriendo, todavía no sé. Y no habrá más remedio que saber ser, juntos. Porque supimos ser risa, abrazo, sexo y felicidad pero nunca supimos ser el otro. Y ahora seremos lo mismo, una fusión plena y pura de dos almas que no se buscaron nunca pero se encontraron igual, y a las cuales no les queda más remedio que amarse.

Amanda.

Con el té caliente ingresándole en el organismo y el olorcito a tostadas llenándole el alma, Amanda descubrió que la soledad le hacía mejor. Seis meses. Seis meses tardó en darse cuenta. Seis largos, odiosos, tristes, amargos meses.
"Así se aprende" se dijo. Se aprende con soledad, odio, tristeza, amargura. 
Dicen que es así. Dicen que así se aprende lo que realmente vale, porque lo que se aprende "de a dos" (a querer, a compartir, a abrazar, a hablar, a besar, a amar) no sirve para nada. Sólo sirve cuando estamos con alguien. Y la mayor parte de la vida uno se la pasa solo.

Amanda era de esas que solía creerse sola hasta cuando estaba con sus amigos. Ella no se sentía en un hueco. Ella era el hueco. Era de las que se sentaban abrazando sus rodillas en algún rincón tranquilo de la fiesta, miraba para abajo, se concentraba en la música y se elevaba. Era de las que pitaban cigarrillos incansablemente, incluso cuando el humo la mareaba. Era de las que fumaban marihuana, cerraban los ojos y veían los laberintos de su mente, los recovecos de su alma. Y los pozos. 
Amanda era de ese tipo de chicas de las que no hay dos iguales. Es decir, no era de ningún tipo de chicas.

Amanda lloraba todo el tiempo pero nadie se daba cuenta. Lo hacía tan a la vista de todos, que nadie se percataba de las lágrimas zurcándole el rostro. Nadie veía su abdomen contraerse espasmódicamente. No se percataban de nada. 
Quizás pensaban que era un bostezo lo que la había hecho lagrimear, o un resfrío lo que la hacía respirar entrecortado. No les cabía la posibilidad de que una persona pudiera estar llorando, atravesando una crisis nerviosa o simplemente manifestando una fobia dos segundos después de haber estado riendo. Pero ella era así.
Amanda era invisible y le gustaba: gracias a eso podía llorar, correr, reír y gritar en cualquier lado. Muchos ojos quizás volteaban a mirarla, pero nadie realmente la podía ver, casi nadie se detenía a analizarla y, los que lo hacían, obviamente no podían comprenderla. Ella vivía en su mundo onírico, en otro estrato de la vida. La gente común diría que ella no vivía en la realidad.

Un día, Amanda creyó enamorarse. Creyó encontrar en otra persona lo que siempre había buscado, aunque no supiera exactamente qué era eso. Amanda se sintió comprendida.
Hasta que, muy de repente, se estrelló contra una pared. Se dio cuenta que, otra vez, estaba sola. Se había equivocado de nuevo, se había mentido para sentirse parte de una relación.
Entendió que las cosas no funcionaban así. Por lo menos no con ella. De hecho, las cosas no funcionaban de ninguna forma. Nunca iban a funcionar. Estar sola no era malo, no era incorrecto, no era doloroso. No tenía que pensar cómo actuar ante su soledad, no tenía que hacerse un tiempo para ella, ni tenía que hacer planes o ponerle excusas. La soledad no pedía explicaciones, no hacía escenas de celos ni arrastraba problemas suyos a la vida de Amanda. La soledad no era nada externo, nada nuevo. La soledad era mejor, era todo. Era ella misma.

Comenzó a amar su soledad de la misma forma que antes creía haber amado a ciertas personas. Pero amar su soledad era amarse a ella misma de una forma exagerada, irreal y peligrosa.
Se volcó hacia los libros, la música y las charlas internas. Se hundió en su cuarto y fingió estar bien con los demás sólo para que no la molestaran. Y se amó de todas las formas posibles.
No temió su propia muerte, pues no tenía nada que perder, no tenía nada que dejar atrás, excepto gente superficial y molesta. La idea de dejar todo atrás la fue atrapando progresivamente. En este mundo no había absolutamente nada que la complaciera del todo. No tenía seguridades de que luego de su muerte algo fuera a cambiar, pero más de una vez sintió la necesidad de probar. Pero, ¿algún día sería capaz de hacerse daño a ella misma? ¿Tendría las fuerzas, el valor y la violencia suficiente como para arrebatarse la propia vida? Porque se supone que uno no daña a quien realmente ama...

Voy a dejar el colegio.

Iba caminando con cara de orto por la calle, no tenía de dónde escuchar música porque mi celular carece de ese tipo de funciones y mi mp3 no tenía batería. Estaba de mal humor, seguro desde antes de levantarme, desde que estaba soñando, desde que nací, desde que menstrúo, no sé. Bueno, decía entonces que iba caminando con cara de orto, venía de llevar a mi hermanito a la casa de un compañero del colegio. No quería verle la cara a ningún habitante de mi casa, pero ya estaba a una cuadra, era inminente mi regreso. Iba a entrar, decirle "hal" a mí mamá (nadie dice "hola", no jodamos. Yo emito ese sonido), agarrarle un cachete al bebé y chocarle los cinco a mi otro hermano sin detenerme ni para colgar las llaves, iba a entrar a mi cuarto, cerrar la puerta, agarrar la computadora, poner Shadows Collide With People en el segundo tema y escribir que odio el mundo, odio la vida, odio que las nubes cubran totalmente el cielo, odio que nunca me dejen ni medio plato de fideos para almorzar y odio mi colchón hundido.
Pero de repente apareció una mariposa, volando casi al ras del suelo. La miré y se elevó y cuando miré para arriba vi que el cielo estaba despejado, celeste, puro. Me dije que no tenía que seguir de mal humor, que lo que pasó a la mañana ya pasó, que tengo que dejar de quejarme por pelotudeces, etc. (lo que me digo siempre). Miré a la mariposa de nuevo, que iba a un metro del suelo pero ya no al lado mío, sino por la calle. Y pasó un auto a cien kilómetros por hora y se llevó la mariposa a la mierda. Pobrecita. Igual dicen que viven un día nada más, pero me dio pena porque verla me había puesto en positiva.
Ahí volví a ser yo: Me di cuenta que no somos más constantes que el humo. Así como el polvo se disipa con el aire, nosotros nos vamos con un auto que nos pasa por arriba. De un momento a otro dejamos de ser, de existir. No hay certezas en la vida, no sabemos lo que va a pasar, no hay leyes para nuestro destino, no somos un cálculo matemático. Somos etéreos, fugaces. 
¿Qué carajo hago desperdiciando mi vida así?

Hoy me desperté soñadora.

Voy a terminar el colegio y voy a recorrer un par de provincias del sur con mis dos mejores amigas. Ellas se van a volver con sus novios y yo* me voy a seguir recorriendo el país con un tipo que conocí en un camping. Va a tener barba y el pelo medio largo, pero se va a ir haciendo rastas por el camino. 
Como decía, voy a llegar a la puna cagada de hambre, toda piojosa y re loca, pero voy a llegar. Y me voy a enamorar del cielo cuando lo vea más infinito que nunca, más dueño de mí que nunca, porque me dijeron que en Tilcara las estrellas casi que te tocan la nariz, y yo amo las estrellas y el cielo en su inmensidad porque me expresa todo eso que me da miedo y me atrapa a la vez: la muerte y la libertad.
Bueno, entonces me voy a querer quedar allá para siempre, pero toda la gente esa buena que conocí me va a decir que no puedo quedarme mirando el cielo toda la vida, y yo les voy a decir que no, no me voy a quedar mirando el cielo pero sí cerca de él para poder verlo cuando quiera, porque me voy a acordar de cuando estaba acá en Buenos Aires, como ahora, que no podía ver el cielo porque siempre había alguna pared, alguna luz o algún edificio gigante molestándome los ojos, la visión, el alma. Y me van a preguntar por mi familia, y yo me voy a acordar de mis viejos que tanto me dieron siempre, mis hermanos que seguro crecieron un montón y mis dos amigas, las que se volvieron con los novios y con la noticia de que yo me iba a quedar acá (o allá, o en todos lados). Y ahí no voy a saber qué hacer, voy a tener de vuelta ese pánico que me invadía todo el tiempo, el de la incertidumbre, el de no poder decidir si tengo que pensar, porque yo siempre decido rápido, "si lo pienso no lo hago" es mi lema. Qué lema de mierda, es una cagada. Bueno, pánico y no saber qué hacer. Y voy a pensar en cómo lo solucionaba siempre cuando vivía en la ciudad, cuando todos los días me levantaba y veía lo mismo, cuando todos los días hacía las mismas cosas en distinto orden (más allá de la rutina: me quejaba, lloraba, gritaba, bailaba, me reía, colapsaba, me sacudía, sacudía a otros, me ahogaba). Entonces me voy a dar cuenta que no lo solucionaba, no solucionaba un carajo, porque siempre estaba rodeada de lo mismo y las cosas no se solucionan solas y si no cambiás nada no se soluciona nada y que por eso me fui, le escapé a todas mis angustias y a todo lo que me frustró desde que tengo quince años. ¿Y ahora? ¿Ahora vuelvo y me pongo la mochila de nuevo o haberme ido significa la posibilidad de volver a empezar en cuanto vuelva? Imposible saberlo sin arriesgarme. Otra vez la incertidumbre, las noches sin dormir, comerme las uñas, tararear sin ritmo, mover la pierna izquierda cada vez que estoy sentada... Y de repente, me va a venir una respuesta: si ya me estoy enervando por pensar cómo van a ser las cosas en cuanto vuelva (porque me voy a acordar de las paredes altas, del cielo interrumpido, de mi ahogo, mi felicidad repentina, el colapso, la recaída, las drogas, el alcohol, el cigarrillo, la muerte, toda la gente, no), no, no voy a poder volver jamás. Cuando me sienta preparada iré a visitar a todos, porque por el momento voy a optar por instalarme y acostumbrarme a vivir con aire puro, las estrellas haciéndome cosquillas en la nariz y la solidaridad de la gente que nació en un mundo separado de lo que alguna vez me enseñaron que era progresar. Yo progreso saliéndome de todo eso.


*Yo: alma errante, volátil, sin estabilidad, poco sensata, impulsiva.

Pucho querído.

Uno. Uno solo. Un cigarrillo. Que me calme la ansiedad, que me tranquilice el palpitar estrepitoso de mi corazón apuñalado. Que me haga compañía por un rato. La compañía que no me hacés vos, que no me hace nadie. Porque el pucho me entiende, vos no lo entendés pero yo sí y te lo digo: el pucho sabe de dónde agarrarme cuando me estoy por caer. Hace eso que vos no supiste, no sabés, no pudiste, no podés, no vas  a poder nunca. Me acompaña, me calienta, me llena un poco. De mierda, de alquitrán, de nicotina, de humo rancio, pero me llena. Por lo menos me llena de algo, no como vos.
El cigarro no me desvaloriza, no se ríe en mi cara mientras escribo. No me cuestiona qué es lo que hago, no finge que le importa con una mueca desvalida, frívola, patética  que poco disimula el asco por lo que me gusta hacer, por lo que soy, por lo que amo. No tiene idea entonces no opina, ni miente al respecto, ni pretende parecer más de lo que es. Es solo un cigarrillo.
Pero se ve que la tiene más clara que vos. 

Que me mate, no me importa. Que me mate el cigarrillo. Va a ser como morir de amor.

.

Qué raro encontrarte otra ver revoloteando al rededor de un desconocido. Te veo danzar en puntas de pie, saltando, girando y sonriendo. Más que nadie, sé que esa sonrisa es verdad, es pura, de felicidad y alegría. Sé que te alimentás de esto: de conocer gente, seducirla, engatusarla, enamorarla y esfumarte. 
Lo que vos hacés en una noche no lo hace cualquiera. Lo tuyo es más parecido al amor. Lo tuyo se parece a lo eterno, a la fidelidad, a la conexión energética y a la vida misma. No sos sexo y nada más. No, no te gusta. Vos necesitás ficción. Necesitás hacer una puesta en escena gigante, entrar en personaje, mentir descaradamente, venderle al público tu actuación. El problema no es lo que hagas, sino que para todo ello, tenés que involucrar a alguien más. Y a vos te gustan bien inocentes, poco descarados, tímidos, sumisos. No te importa si es hombre o mujer, no te importa la raza, el idioma ni cómo se viste ni qué le gusta fumar. Discriminás solamente a los que tienen personalidad. Yo supongo que es porque te da miedo que alguna vez reaccionen ante tus desprolijidades. Está claro que preferís que se queden mirando como vos bailás Izabella moviéndote espasmódicamente y sacudiendo todos los harapos, polleras y alhajas que te vas sacando y revoleando al compás del mágico Hendrix. 
Y sí, ¿qué más puede querer una chica como vos? ¿Qué más que mostrarse, mientras el otro envidia? Nada. Es lo que te gusta, lo que amás. Lo único que amás en verdad. Amás refregarle a todos tu voluptuosidad, lo bien que hacés las cosas, la hermosa y gran sonrisa que tenés...
A mí ya no me podés mentir. Porque también te veo llorar cada vez que estás sola. 
Dando vueltas por la misma habitación en la que hacías el amor tan descaradamente con cualquiera, te veo rondando de un rincón a otro con tu té en la mano, arrojando libros después de leer algún que otro renglón, gritando, pateando, haciéndole berrinches a nadie, reprochándote cosas, hablando en voz alta con tu sombra.
Decíme la verdad. ¿Estás contenta con la vida que llevás? ¿No te sentís un juguete? ¿No te sentís plastica, fría, de mentira? ¿No te cansás de estar sola?
¿No te duele?

Universál.

De viaje a otra galaxia me fui
y entre estrellas me perdí.
Ahora estoy bien, no estoy acá.
Estoy, más bien lejos:
en el E s p a c i o S i d e r a l .



Azul profundo (no veo más que eso y unos pequeños destellos plateados).
Nado (o floto, no sé bien).
Estoy intentando definir la contextura del infinito mismo, mas no puedo.
Será que el Universo lo es todo (líquido, sólido, gaseoso. Materia, alma y sentimiento).

Rústico.

Rústico. No hay palabra más adecuada para definir esto. Me agrada.
Al igual que el perfume que me quedó en el cuello.

La corteza de una gran historia, quizás.
O de otra derrota más.
Tiempo al tiempo, tal vez. O sentir, de una vez por todas. Dejarse llevar. Ir. 
¿Alguien más pensará así?
¿Alguien más creerá que con que fluya, alcanza?

Dormir en vos.

Si usás una musculosa, nene, me voy a enamorar, porque me gustan los hombros, la piel tersa de esa singular parte del cuerpo, restregar mis mejillas y descansar entre ellos y tu cuello.
Esta soy yo durmiendo en tu cuello.
Me das imágenes iluminadas por el Sol, me das siestas en el pasto, en tu pecho, en tus labios. Me das perfume viril, sonrisa de niño y belleza profunda.
Te siento de manera muy natural, como la tierra, como tu piel. Una música tenue nos decora, nuestros cuerpos son adornados sólo con sábanas, fiel expresión de de lo que somos.
Vení. Vení, que te hago fuego para incinerar mis ganas, te hago peldaño de mi escalera al cielo.
Me generás un deseo enorme, ganas, sensaciones. Quiero verte, oírte, sentirte y revolotearte de vez en cuando, fluirte, volarte, llenarte de ganas a vos también.
Dejame ser y, tal vez, pueda llegar a ser cualquier cosa que hayas deseado. Porque tengo todo para vos, mientras no me pidas nada que yo nunca haya podido entender: no me pidas que cambie, porque yo no cambio, yo me transformo; no me pidas que abandone nada, porque yo no sé restar, sólo sé acumular; no me pidas tiempo, porque yo no te puedo dar el mío; no me pidas oportunidades, porque hay por todos lados.  Pero pedime, que tengo, paz y una violencia etérea al mismo tiempo, calma para disfrutar y energía para derrochar. Tengo versos y jadeos, ojos para hacer y manos para ver, tengo prudencia y tengo improvisación, tengo ganas, igual que vos. 

Nena, nena...

Buenas historias, si las habrá habido. Buena historia. Buena historia la nuestra.
Érase una vez una chica que estaba bien. Un día, como para desestabilizarle la vida, apareció en su mundo un pequeño -pequeñísimo- ser de ojos color cielo de abril. Fue en abril, de hecho. ¿O fue en mayo? No, no. Fue en abril. Volviendo al tema, resulta que este pequeño ser irrumpió la quietud emocional de la muchacha para regalarle tiempos de paz y de amor, tiempos de cosquillas en las pestañas, de besos húmedos. De felicidad, simplemente. 
Y la llenó de cosas que nunca había conocido, la llenó. Sí que la llenó. Como pudo, con lo que pudo. Pero lo hizo.
Fueron días en que ella no se dio cuenta del paso del tiempo, hasta que el ensueño le cayó encima, en forma de preguntas indescifrables como "¿qué somos?" y "¿qué vamos a hacer?". Ella nunca había estado pendiente, nunca había pensado, si quiera, en la posibilidad de una relación. Fue por eso que cuando él le habló de eso, la niña corrió espantada entre calles desiertas, pidiendo que la dejen ser, que de a dos o de a muchos o de a uno era lo mismo. Creyó que de esa forma el pequeñísimo ser se espantaría, o se daría cuenta que ella no lo apreciaba, no lo amaba lo suficiente como para atarse a él.
Pero no. El pequeño siguió insistiendo, jurando amor y prometiendo felicidad, excusándose en su dolor y pidiendo oportunidades para hacerla cambiar de parecer.
Boba, pequeña boba, débil. Cedió, a pesar de saber bien que ese chiquitito no era para ella. Creyó que importaban más los momentos de felicidad que los de vacío, creyó que si se quería construir, se debía luchar. Pero parece que él no veía las cosas de tal forma.
Luego de un tiempo -corto, cortísimo-, cuando ella ya se había adaptado a caminar de a dos, algo sucedió.
Una revolución interna en el ser pequeño cambió las cosas. El niño se aburrió, o se asustó al descubrir verdaderamente a la persona que tenía al lado. O, quizá, sólo se sintió mal. De una forma u otra, se rindió. Y, sin dejar explicaciones válidas o coherentes, se marchó.

Ah, pequeña niña, te creíste encantos de mentira otra vez, de gente cobarde que no sabe ver, no sabe sentir ni creer. Si sabías que iba a terminar así ¿por qué quisiste seguir? Sabías que nunca llegarías a ser feliz, no así. Pero bueno, es obvio ¿o no? Te pone triste ver a los demás tristes por vos, no ibas a poder soportar verlo llorar por decirle que no. Preferías adaptarte, cambiar, antes que ver al pequeño ser obligado a marcharse a duras penas.
Bueno, nena, por haber creído y cambiado, así te fue. No lo hagas más, nena, que no hace falta cambiar nada para ser amada. No te olvides de eso. Sos como sos, no tenés la obligación de hacer feliz a nadie más que a vos misma. La próxima vez, pensá en tu vida y después en el cambio. Que no siempre es fácil, no siempre es placentero, pero fundamentalmente, no siempre es necesario.

Intocables.

De reojo, ahí, debajo del sol. Se miran, tendidos al cielo, expectantes, esperando un soplido del viento para rozarse. 
De pronto, se encuentran soplando las pestañas del otro, saboreando su respirar. Y, cuando ya no quedan más palabras ni más miradas por intercambiar, se reprimen para no quitarle un beso al otro, para no probar de ese elixir que ambos deben pero no podrán dejar jamás.
La distancia entre uno y otro sabe ser caldera y, a la vez, apaciguadora de la pasión que los enreda secretamente. Tanto uno como el otro sabe que más allá de ellos existe un fugaz cielo que lo une, pero pasar esa ilusión al campo terrenal, de las realidades, lleva a la inmediata destrucción de lo que se construyó solo, con fragilidad, tiempo y cariño amortiguado. Es algo así como un proceso dialéctico, en el que no se deja de concebir el amor como el mismo engendrador de lo que lo llevará a su destrucción. 
Son de mundos diferentes, distantes y ocupados. Sólo de vez en vez encuentran los momentos para reír  llorar o simplemente respirar juntos. La lejanía separa mucho más que sus cuerpos. Separa también sus deseos, sus conversaciones, sus momentos de sentir el perfume del otro para conocerse más íntimamente, más de cerca. Sus momentos para sufrir el no poder tocarse, sentirse piel con piel, profundos; no poder amarse.

¿Qué hacer cuando se sabe que lo que se avecina, terminará mal? ¿Es que acaso está bien arriesgar el pellejo aún cuando se sabe que esto inútil? ¿Deberíamos, entonces, evitar que comience aquello que sabemos que, en algún momento, va a terminar?

Círculo.

Aun siguen con esa sensación de paz que se produce cuando acaba el temblor y, sin embargo, ya comenzaron a mentir. Es que, en realidad, nunca acabaron.
Son pueriles engaños entre sábanas rebuscadas. Ellos son cuerpos desencontrados, nada más.  Y mienten porque creen no tener otra opción, porque ninguno de los dos sabe que el otro no siente lo que dice.
Alguna vez se quisieron demasiado como para hacerse mal, pero ya no sólo se compadecen del otro, sino que se dan lástima mutuamente. Están enfermos por una relación que fueron deshaciendo y encerrando en un círculo vicioso de engaños que hasta a ellos mismos convencen de a ratos.
No hay detonante posible para que exploten verdades, no hay forma de romper con el karma si ellos no se deciden por algo.

Toman un café, escuchando la música de siempre: Esa que los acompañó en los momentos de mayor pasión y que estuvo de fondo en tantas charlas profundas. Pero hoy no es más que una molestia, que los acerca al recuerdo de lo que fueron alguna vez y les plantea que ahora ya no son esas dos personas enamoradas que reían y disfrutaban de las mismas cosas. 
Ambos están sufriendo en silencio, rogando que se rompa el espejismo débil que inventaron. Desean mostrarle al otro una punta de su dolor, para que tironee de ella y saque el resto hacia afuera. Pero al estar ambos tan inmersos en sus pensamientos y en sus sentimientos, no ven ni escuchan al otro ni a sus señas. Son ciegos, son sordos, son plásticos que recubren una fruta por demás madura que está dentro de ellos y que comienza a pudrirse.

Grita, llora, reza.

"¡Amén!" grita.
Grita, grita, grita.
Siempre grita, siempre llora.
Siempre reza.
¿Es que nunca se calla esta mujer?

Más fuerte, más fuerte,
a ver si para de gritar.
Más fuerte, más grita.

Más lento entonces,
más despacio.
Y me grita que quiere más.

Le hago caso para que no me siga gritando
y empieza a rezar.
Y no acaba hasta que acaba.

"¡Amén!" girta.
Se acabó, pienso yo.
(Gracias... ¿A Dios?)

Cuándo habré cambiado tanto

La lluvia golpeando las chapas del techo, la música sonando baja, la muchacha y su gato recostados en un menjunje de sábanas y la tristeza más grande del mundo abrumando su cabeza y sus ojos.
Ya iba una hora de llanto y parecía que no iba a parar. Las voces en el cuarto de al lado ya se habían callado, pero lo que se habían dicho en quince minutos encerraba una eternidad de lamentos, un futuro incierto y lo que -ella pensaba- se convertiría en un arrepentimiento.
Sin embargo y a pesar de todo, había algo más que la molestaba. Ella siempre se había jactado de su seguridad frente a sus actos, pero esta vez se sentía en el limbo de su existencia, lo que la mantenía preocupada y triste. En poco tiempo había comenzado a arrepentirse de todo lo que alguna vez había dicho: ya no la hacían feliz las mismas cosas, ya no perseguía los mismos objetivos, ya no sentía lo mismo. Y sin embargo no sabía qué era lo que ahora la hacía feliz, no sabía detrás de qué iba...
Siguió llorando hasta que se durmió. Soñó con flores negras y casas vacías.

Igualmente, sí sabía algo: que sentía (la inseguridad que sus problemas le traían, el miedo al cambio,  que todo lo que fue alguna vez se le venía abajo. Y, para colmo, sentía amor).

Llora mi pena por vos.

Tus ojos profundos reflejan cierta tristeza oculta atrás de esa sonrisita pequeña y tímida, de esas palabras finitas, voz melodiosa, brillo especial. Sabés que te duele algo adentro y sin embargo regalás abrazos a los más necesitados. Vos, chiquitita, oculta detrás de ese gorrito y esa máscara de simpatía inocente. Vos, imperfecta, borroneada, deshilachada. Vos (qué linda que sos)...
No te ocultes más. No te ocultes más a la vista de todos. No te muestres feliz, sabés que no lo sos. Llorate tus mares, vivite tus penas, sacate las rabias, no te cortes las venas de adentro hacia afuera.


Touché.

Cielo blanco y aburrido. Mariposas en la cabeza. En la panza no, en la cabeza. A mí todo me pasa por la cabeza. Entonces de repente las mariposas empiezan a volar y se van yo las sigo. Me dirigen hacia Lejos de Todo. Cerca de un ser que ni sabía que existía. Sabía que estaba, pero no lo había visto ser.
Cuando sus ojos de cielo (cielo lindo, no cielo aburrido, él es cielo lindo) me miraron, las mariposas se convirtieron en elefantes y me pasaron por arriba y casi me muero, pero sobreviví. Sobreviví por él y para él. Para sus ojos de cielo lindo, sus labios de noche estrellada y su piel de polen. Y después de haber sobrevivido me hice feliz y se hizo feliz, olvidando todo lo que estaba por venir.
Las ondas sonoras y los sentimientos expresados desde nuestros ojos fueron llenando el espacio, dejando cada vez menos lugar en el mundo para nosotros, hasta que terminamos en el suelo, uno al lado del otro, re-pegados, re-juntos, re-volcados. Y cada vez menos espacio: Una pierna al lado de la otra. Después los hombros. Después las manos. Las bocas. Los pechos. Las panzas. Nos fundimos en una sola energía, tan de repente. Y qué mejor forma de separarse que con una sonrisa. La sonrisa de los mil lamentos echados afuera, del comienzo de la felicidad, del adiós a todo lo malo y el hola a todo lo lindo.

Nada me importa excepto esta vida a la que quiero pertenecer, desde aquél día, hasta que termine mi mundo. La única vida que quiero sentir, la única que quiero vivir, la única que quiero querer.
Se acabaron mis "capaz". Se acabaron mis "no", mis corridas, mis escapatorias. Me acabé yo como persona fundida en su propia piel. Este es el punto final de una historia que no quiero contar más. 

Se abrió la jaula, se voló el pájaro.

Busqué formas de hacerle entender que éramos parte de un proceso natural, que todo cambia, que nada es para siempre... Pero no me entendió. Lloró desconsoladamente durante toda la charla, hasta vaya uno a saber qué hora, porque yo a medianoche me fui, rendida y un poco decepcionada. Pensé que me iba a entender. ¿Yo qué iba a saber que iba a reaccionar así? Desde el momento inicial de esta locura, estaba claro que yo en algún momento me iba a ir, sea o no por causas naturales.
Esa tarde nos amamos como nunca antes. Me dijo cosas lindas al oído. Y me repitió que me amaba. Tomamos mates y hablamos y lloró hasta que la hora se me vino encima y me dí cuenta que era el momento de irme, para no volver jamás.
Le expliqué mi situación, sólo porque me pidió que lo haga, porque, él pensaba, merecía saberlo. Le dije que me había cansado. Estaba agotada de la vida, del lugar, de la gente, del mundo. Respondió que él no tenía la culpa, que no podía abandonarlo así. Tenía razón, pero si quería irme, debía dejarlo. Jamás lo haría tomar una decisión tan drástica como la que había tomado yo, de dejar todo lo conocido atrás, de enfrentarse a algo tan inconcluso, de irse tan lejos. Yo no tenía ni una certeza y sin embargo eso fue un impulso más a hacerlo. Quería. Me gustaba la idea.
Me dijo que me amaba y le contesté que yo también lo hacía, con toda mi alma, mi ser, mi pasión. Que él había sido el único, pero que se había acabado. Me hizo sentir realmente mal. Sus persistentes lágrimas me abrumaban y me hacían perder la objetividad, haciendo que, por momentos, me arrepintiera de lo que estaba haciendo. Sentí que no me tendría que haber despedido. Simplemente tendría que haberme ido.
Salí de la casa. Su dolor me había marchitado un poco, así que me fui y lo dejé llorando, pero sabiendo que en algún momento lo superaría. Caminé derecho sobre la calle de las bajadas y llegué hasta el Río de la Plata.  Siempre había querido terminar ahí.
Saqué el arma y con un último pensamiento, me maté. La frase "soy libre"  fue lo último que resonó en mi cabeza.

Mi alma no descansa nunca.

Carola.

Carola está harta de vivir. Ese día estaba triste, pero llovió. Y ella siempre dice que la lluvia le hace bien, vaya uno a saber por qué. Dice que le gusta sentirla, mirarla y olerla. Pero dice tantas cosas...
Ella siempre se queja. Le cuesta mucho encontrar lo positivo. Pero le cuesta sólo porque no quiere, porque es una romántica y siente mucho. Sufre mucho. Y suele bloquearse. Con lo que no le gusta, con lo que no le sale, con lo que no quiere cerca en su vida.
Ella, más que nadie, recuerda lo malo del mundo, cuán esclavos somos, cuán adentro del sistema estamos como para querer salir así, ahora. Enseña mucho, abre ojos, mentes. Sabe cómo influir y cómo traspasar su dolor a los demás, pero no sé si lo hace a propósito.
Tal vez sí.

Elle est belle.

La vi tantas veces reír, y sin embargo nunca la miré. Porque desde su cuerpo hasta mis ojos pasaron, cada vez que intenté mirarla, sentirla con los ojos, miles de agujas, que suponen el dolor que ocasiona su existencia. Y sus palabras. Cómo hiere. Todavía tengo su imagen. Bueno, ella debe tener la mía. O quizás se deshizo de ella, como quien se deshace de su pasado simplemente botando esas cosas materiales que traen recuerdos de la mano, par a par, olvidando, siempre, que lo que más importa, está en el corazón.
Me duele el alma, creo que porque la extraño. Igualmente no estoy del todo segura. No estoy segura si es que me arrepiento de no haberla mirado cuando pude. De no haberle dicho todo lo que se supone que debería haber dicho. Ni si quiera sé qué debería haberle dicho. Quizás, todo lo que ella quería escuchar. En fin, ya es demasiado tarde. Se fue y me fui y se olvidó y me perdí.
Y ahora me quejo sentada en una silla de madera, dura, horrible. Todo es horrible. Ella era la estética, lo lindo, lo bueno, la vida misma, belleza, arte, amor. Y yo era el par de anteojos, el libro y los auriculares. El granito en la frente, los pantalones rotos, las sillas de madera...
Me falta eso que le daba belleza a mi vida. Luz. Paz. Dolor. Tanto tiempo de dolor. Las peleas, las heridas, las llagas en nuestras manos, o en nuestro corazón, o en nuestra vida misma, que hoy, peor que nunca, duelen pero recuerdan que, a pesar de todo lo feo, estuvo todo lo lindo.

(Gracias, belle Sofía)