Me suicido en cada sueño. Digo "sueño" y no "pesadilla" porque no es malo morir de vez en cuando. No tengo razones para afirmar esto, excepto la razón que me da soñar con mi muerte todo el tiempo.
Así, por lo menos, mis espacios vacíos se sumergen en el mar más salado. Digo salado porque se condimentan un poco y vuelven a reflote, un poco más fuertes que antes.

madre-tierra

Fue en verano. Me perdí en un bosque que tenía vida propia. No, me equivoco: el bosque no tenía una vida, sino que había absorbido mi vida y la de otros cinco para jugar con nosotros, que quedamos absortos, sin comprender de reglas, de palabras, de tiempo. No comprendimos, es decir, nadie comprendería esa conjunción subalterna de seis dimensiones abrasantes, profundas, tan hundidas en sí mismas. 
El vino se convirtió en la sangre de la tierra que vivió eterna sólo por una noche y creó figuras, personajes, animales. Los creó para nosotros, para que juguemos con ella, para que le evitemos el abandono y no la pisemos sin pensarla, por una noche, por unas horas de juego encantado, de bosque viviente, de ramas-árboles-duendes-muertes que existían y que pensaban. Que enredaban. Y que entendían. Ellos sí entendían.
Fue así como mis ojos me dejaron de pertenecer y me mostraron cosas que nunca había visto (y que nunca voy a volver a ver, porque cuando la tierra juega, siempre lo hace de forma diferente, cada vez que se le da vida absorbe algo distinto y crea cosas que surgen como montañas en las mentes y luego se deshacen, son buscadas, son perseguidas: no se encuentra más que un efímero recuerdo, quizás hasta roza lo onírico, lo incomprensible de la inmensidad del cosmos reflectada en una leve imagen. Los rastros de la creación se vuelan fácil. Pero el caos está siempre, plantado. Presente. Latiendo, como lo hizo la noche misma, esa noche. Se sacudía, las estrellas caían para resurgir en su cúpula, el viento bailaba para nosotros.
Aún así, el suelo nos expulsó del bosque, como una madre pariendo. Sí que fue duro el transcurso, fue dura la salida, el nacimiento. Y sin embargo nos preparó algo mejor, nos regaló el Sol por unos instantes, nos cedió la luz eterna y el color que le había faltado a la noche oscura, con nosotros encerrados entre árboles y estrellas. Vimos el Sol. Vimos rosas, verdes y violetas. Vimos rojos, naranjas y azules. Vimos vida, fuego, energía creando, proyectando. Resurgimos. Volvimos a nacer. Realizamos. Lloramos de belleza. Lloré de miedo. Reí de culpa. ¿Qué me hice, qué te estoy haciendo? Bordeé la locura, no dormí, no pude conectarme con mis necesidades terrenales, corpóreas. No pude abastecerme. Fui poca materia y mucho material. Fui mente, universo, polvo. Broté. Busqué los frutos. Encontré belleza. Hoy despierto y no sólo no comprendo, sino que no creo. No creo que haya que comprender. Y me acordé de mis pupilas y de tus ojos verdes y me sentí encerrada en este mundo y en mi locura. Y, claro, sin quererlo, pero busqué darte el miedo que yo tenía, quería acabar con todo, no quería estar sola, no quería temer sola. Quería volver, volver a beberte, volver a sentir sin que me duela, volver a temblar por placer y no por frío.miedo.dolor. No podía aguantar el metal en mi cabeza, el cemento en mi espalda, los pesos que conlleva la vida, el humo, el silencio, y los epitafios escondidos entre mis alvéolos.  Quise sangrar, quise dormir, quise despertar. No logré nada más que olvidar la belleza que el mundo me había regalado horas antes. Me olvidé del espacio y el tiempo y me sentí encerrada en mi pasado más lejano, en mis paredes y en mi familia. Olvidé las flores y los versos. Mi boca supo a muerte. Luego dormí.

Desperté entre tus brazos, con la cabeza donde debía estar. Desperté con la inmensa felicidad de recordar sólo lo que debía. Desperté amándote y pudiendo mirarte de nuevo. Olvidé el miedo y recordé el susto con risa y, más que nada, tranquilidad.

Seis meses más tarde escribo. Hoy comprendo: seis pares de pupilas son hermanas. Renacieron juntas aquel día.