Parece una ironía toda la entrada, pero juro que no lo es.

Me doy una risa enorme. Parezco resentida.
No lo soy igual, eh. No estoy resentida. Si sola funciono mucho mejor que con alguien, ¿por qué estaría resentida? 
Estoy bien, feliz, desbordo alegría. Estoy empapada en un lívido yugo de felicidad, volátil, contenta. Tengo una vocecita fina vagando en mi ser que va saludando a todo lo que me rodea. Le sonrío a la gente vacía, a los coloridos y a los salvajes. Les deseo, de lejos, la felicidad, aunque no los conozca. Porque así soy cuando estoy bien: una chispa, lúcida, ávida de ser, dar y recibir. Me siento fuerte como el Sol, profunda, sensible, agudizada. Y reconozco que lo que ayer fue una simple astilla en mi pie descalzo, hoy es un motivo más para ser fuerte. Otro más. Y nada más.

La cotidianidad puede estar llena de abruptos cambios. No en su disposición y estructura -de ser así, no sería cotidianidad- sino en la persona que la transita. Porque los seres somos los dueños de la rutina, no ella de nosotros.
Esos cambios, siempre son para mejor, si así se miran. No hay mal que por bien no vengan, habrá dicho alguna vieja. Y es así, somos desgracia y estamos destinados a perecer, a tropezar una y otra vez con la misma piedra. Es nuestro destino, nuestro karma, como le quieras decir. Pero si lo vamos a tomar así, como un "ya no hay vuelta atrás", deberíamos suicidarnos todos, para acabar con el sufrimiento. Sería una salida, no sé si fácil, pero lo sería.
En cambio, se puede también seguir tropezando y sacándole el jugo -o la sangre, si se quiere- a esas caídas. Tal vez, no sirva de nada, porque, al fin y al cabo, todos teminamos igual: bajo tierra. Pero el punto es que, por lo menos, disfrutamos lo vivido.

Desparramemos sonrisas, vivamos saltando, corriendo, jugando. Seamos felices, seamos como seamos. Paz, amor, libertad, respeto. Soñemos, porque sólo en los sueños es libre el hombre.

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