Nada más.

La sublime sensación que plasma en mí el sentir la cúspide de tu dedo índice rozándome la espalda es el mayor desencadenante de todas mis emociones. 
A mí las emociones me emergen así: son un escalofrío en las vértebras, que va subiendo y me muerde la nuca. Después me acarician el pelo y me ponen a ronronear. Por último, me salen en forma de grito, risa o llanto, pero siempre me explotan en la boca y la mejor forma de plasmarlas en el mundo real es con un beso.
Que si sufro y te beso se me pasa. Que si río y te beso me completo. Que si odio y te beso, aterrizo. 
Que si amo y te beso, vuelo.
Que tenerte y no tenerte no me duele, me molesta. La paciencia es efímera. Y la mía, además, es fugaz. Sé que puedo decirte cuanto quiera, hacerte lo que se me ocurra, compartirte hasta mis pestañeos. Pero es difícil cuando las obligaciones te ponen de espaldas a todo esto y ciegan, tapan, ahogan con más y más pedidos y nos alejan del placer. 
No quiero nada más. No quiero nada más que sentir la cúspide de tu dedo índice rozándome la espalda. Con eso me alcanza para escribir mil historias.

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